jueves, 26 de diciembre de 2013

"Perdí la cuenta, no sé exactamente cuánto mide su clavícula. Sólo sé que ahora la miro y digo: desde ahí salté yo"

Los lunares siempre me gustaron. O puede ser también que me gusten desde que son moda. No sé. Pero solía acariciar los tuyos cada vez que tenía oportunidad. No me preguntes por qué. Me hacía sentir bien saber que en esos momentos no había nada de por medio entre nosotros, ni siquiera el aire tenía espacio para respirar. Solía decirte que los lunares eran sinónimo de "propiedad". Tú te lo tomabas a tontería de chica ñoña. Pero, es cierto. O si no dime, ¿quién sabe que tienes un lunar en el pecho del lado izquierdo? Supongo que muy pocas personas, o mejor dicho ninguna. Quizás tu madre sepa que tienes uno en especial, en alguna parte del cuerpo. A lo que suelen llamar las madres "manchas de nacimiento". Eso es a lo que me refiero. Recuerdo aquella vez en la que estuvimos juntos en la habitación de un hotel. Fue un premio por habernos querido tantas veces a matar. Creía haberlo tenido todo, hasta que te desnudaste. Ahí perdí los papeles. Lo entiendo. Sentí que debía poseer aquello que nunca había visto o no pude llegar a tocar. Quería que fuese mío. Estaba tan nerviosa que no sabía por donde empezar. Solo fui capaz de cerrar los ojos y dejarme llevar. Acaricié su pelo oscuro y fuerte, pero suave al mismo tiempo. Olía a amor sin estrenar. Como me gustaba, joder. Llegué al punto clave. A ese lunar, sí. Desde ese momento supe que no me guiaría por estrellas ni seguiría religiones. Sino que ese sería el único Dios que iba a idolatrar. 

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